No hay pesar, error, contradicción ideológica, vacío, desvarío o desamor que no alcance los niveles milagrosos del carbono y el nitrógeno, bajo una buena capa de compostaje hecho con nuestros mejores aprendizajes históricos.
Desde nuestros tataraprimos de Java y Neanderthal, pasando por los mejores modificadores del trigo del Nilo en el Egipto faraónico, hasta los sahumerios cargados de infelicidad de los huertos en las abadías medievales, la producción de alimentos en manos de los mejores hombres y mujeres, con las mejores técnicas y pasiones siempre ha sido la clave para los verdaderos avances de la civilización.
El huerto choca con la injusticia y la vence. Así lo hizo cuando el feudalismo quiso encerrar en un castillo húmedo la mejor producción de pueblos trabajadores, que pasaron inviernos tomando tazones de cebada rancia, mientras el Señor moría obeso, con gota e hiperglicemia en sus aposentos, repletos con lo mejor de los huertos y las piaras de los extramuros que ni él ni su noble familia sembraron.
Y más cerca de nosotros, en el siglo pasado que aún no se va de nuestro ambiente, la llamada Revolución Verde no hubiera alcanzado sus dimensiones desastrosas de no ser por el robo y el abuso de todo el conocimiento y la fuerza que logró parasitar de nuestro acervo ancestral. Ahí están el maíz mexicano o la papa peruana para recordárnoslo.
Primero, el huerto, konuco, milpa o chacra, es la más poderosa herramienta de economía familiar. Y digo “economía familiar” a sabiendas de que el término redunda porque los griegos, que fueron sus creadores definieron a la ciencia de los recursos como “los números de la casa”: Ekos Nomos.
Ya demostramos que la agroecología familiar alimenta al mundo. No lo hizo Monsanto ni lo hace hoy Bayern. Tampoco lo hacen Cargill, Syngenta o cualquier otro nombre con el que presenten a los oligopolios gringos israelíes, que trafican con material vegetal genéticamente modificado y lo cotizan en las bolsas del mundo.
Tuvimos una esperanza en las prácticas orgánicas, pero en todo el globo el agronegocio se robó estas iniciativas y las empacó en una fórmula de leyes y técnicas con las que intenta reemplazar al venenoso sistema de agroquímicos con el que inundó al mundo hasta ahora.
Los productores orgánicos han sido educados y copados por el sistema de intereses capitalistas, que mudó su piel y lo presentó como la solución a los desmanes que cambiaron el clima y aceleran la crisis que nos desaparecerá de la escena universal.
Ya no se puede confiar en lo “orgánico” porque viene del mismo sistema que saqueó tierras, trabajo y conocimientos, y hoy sigue convirtiendo nuestras posibilidades de alimentación en dinero.
La premisa es el huerto, la agroecología, la práctica ancestral, el trabajo familiar, la inclusión, la organización, la educación, y sobre todo, el amor. El amor por la tierra, por la planta que se siembra, por la comida que se prepara con ella, por los seres humanos con los que la compartiremos, por las obras que haremos con la energía que nos brinde.
Segundo, todo lo que hagamos en el huerto debe renunciar al uso de las “melladas armas del agrocapitalismo” como lo diría el Ché. Principalmente en materia de insumos. En el huerto, compost mata triple quince, humus mata úrea y cualquier otra fórmula fosfórica o potásica envasada, con la que intenten colonizar nuestra rebeldía productiva.
El compost produce abono y conciencia. El hecho simple y transmitido de separar las cáscaras y los restos vegetales para, algún día devolvérselos a la tierra como nutrientes, lleva una enorme carga de simbología anticapitalista y agroecológica. A partir de ese nivel ya cambiaremos hasta la basura que nos toque seguir comprándole al capitalismo, pensando en función de qué le sirve o no al huerto, a través del compostaje
Tercero, el huerto es reunión familiar. Porque no se hace solo, y a quienes se tiene a la mano, principalmente, es a los hijos, a los hermanos, a nuestras parejas, a los viejos, o a la extensión familiar punalúa que nos hizo sociedad una vez y debe continuar en esa dirección. Todo huerto debe ser un nuevo espacio de cohesión de nuestra esencial célula revolucionaria: la familia, cualquiera que sea la idea o la forma que tengamos de ella.
Ahora mismo, mientras te escribo y me lees, alguien más descubrió el huerto. Descubrió que depositar en la tierra semillas y esperanzas, como quien espera de estos tiempos una nueva humanidad, es más que una metáfora, siempre que sean semillas raizales, criollas, soberanas, luchadoras contra la modificación, y rebeldes a la comercialización rastrera.
En cada barriada de la América hirviente con la que recibimos al nuevo siglo hay un horticultor con su familia, su grupo de huerteros, su red de productores, su feria de ventas, su club de semilleristas, su taller de transformación de alimentos ecológicos, en función de algo que es tácito, que no se ve y que todos queremos, que es una nueva sociedad en la hermandad de recuperar al mundo desde el inicio, sembrándolo. Todas las luchas nos han conducido al huerto, y desde allí hay que seguir dando la batalla, grano a grano, semilla por semilla.
Fuente: La Inventadera 28/10/2023
Fredy Muñoz Altamirana
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