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sábado, 23 de noviembre de 2019

El silenciado genocidio de los guaraníes

"La deforestación se ha visto acelerada por el enorme crecimiento de las propiedades de los terratenientes, así como por el impacto de la ganadería y la agricultura intensivas. Plantaciones de soja y de caña de azúcar, destinadas sobre todo al emergente mercado de los biocombustibles, han invadido las antiguas zonas de caza y tierras comunales indígenas. Muchos de estos cultivos abarcan hasta donde llega la vista".
Los guaraníes son una de las comunidades indígenas más importantes y castigadas de América. Viven en Paraguay, Bolivia, Argentina y en Brasil, donde son unos 51.000. No creen en un paraíso ultraterrenal. El edén está aquí. Es la tierra sin mal y llevan siglos buscándola, aunque no parece que la vayan a hallar en esta vida.

Survival Internacional –la Amnistía Internacional de los aborígenes­­– denuncia que el robo de sus tierras y la violencia de madereros, ganaderos y hacendados ha provocado “una oleada de suicidios sin precedentes”. El drama es especialmente grave en Mato Grosso do Sul, donde los guaraníes añoran el enorme reino que tuvieron.

Estos nativos brasileños se dividen en tres grupos: los ñandeva, los m’baya y los kaiowá, que en su lengua significa el pueblo del bosque . El pueblo del bosque ya no tiene bosque, habría que decir. Ahora es el pueblo del arcén. Al menos seis comunidades lo han perdido todo y han de acampar en los bordes de carreteras y caminos.

Otros guaraníes más afortunados se aferran a una mínima porción de terreno, una islita en un mar de ranchos y ganaderías. O eso o se resignan a vivir en condiciones penosas en una reserva sobresaturada. En la de Dourados más de 15.000 personas de las etnias guaraní y terena se concentran en 30 km2. Demasiado poco terreno para poder vivir de la agricultura, la caza y la pesca.

Según Navi Pillay, alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, “los indígenas no se benefician del progreso económico de Brasil”. Lo dijo hace diez años y, si desde entonces la situación se había agravado, la presidencia del ultraderechista Jair Bolsonaro hace temer lo peor. Un refrán guaraní dice: “La tierra es la vida”. Pero sin tierra, ¿qué les queda?

Los etnógrafos denuncian que una “epidemia de más de medio millar de suicidios” ha zarandeado esta comunidad desde 1986, aunque esa es sólo la punta del iceberg y las muertes podrían ser muchas más. Así opina, por ejemplo, el antropólogo Marcos Ferreira Lima. Este experto ha realizado un estudio sobre los kaiowá, a petición de la fiscalía.
‘Graves tensiones’
Sicarios contra indígenas

Matones a sueldo contratados por grandes hacendados y ganaderos expulsan a los indígenas de sus tierras comunales y de sus zonas de caza y pesca.

Las conclusiones del documento no han servido de nada por el momento. El escrito, que forma parte de un amplio informe entregado a la ONU por Survival Internacional, sostiene que “no resulta exagerado hablar de genocidio”. La propia ONU admite “graves tensiones entre los pueblos indígenas y los ocupantes de sus tierras”. 

Graves tensiones es un eufemismo que oculta crímenes y amenazas de los matones contratados por los hacendados. Los guaraníes han tenido que abandonar sus casas ante la tala y la quema de sus bosques. Los incendios intencionados, no sólo en Mato Grosso, se han convertido en una herramienta eficaz en manos de los latifundistas para expulsar a los indígenas.  

La deforestación se ha visto acelerada por el enorme crecimiento de las propiedades de los terratenientes, así como por el impacto de la ganadería y la agricultura intensivas. Plantaciones de soja y de caña de azúcar, destinadas sobre todo al emergente mercado de los biocombustibles, han invadido las antiguas zonas de caza y tierras comunales indígenas. Muchos de estos cultivos abarcan hasta donde llega la vista.

Pero nadie abandona su hogar porque sí ni cede sus bosques sin más. Sicarios a sueldo les han obligado a irse. Y quienes no se van, ya saben a qué se arriesgan: el último asesinato de un líder indígena se produjo el día 2, supuestamente a manos de madereros en el estado de Maranhão. Y, por cruel que parezca, estos crímenes no siempre reciben la atención que merecen.

Según Survival Internacional, “incontables guaraníes” han sido asesinados en las retomadas , cuando han intentado recuperar una pequeña parcela de sus tierras ancestrales. Una de los pocas muertes que traspasó las fronteras de Brasil fue la del guaraní Marcos Verón, de los kaiowá de Takuára, o Taquara, un municipio del estado de Rio Grande do Sul. Días antes de su ejecución, este dirigente aborigen dijo una palabras proféticas.

“Esto que ves aquí es mi vida, mi alma. Si me separas de mi tierra, me quitas la vida”, explicó Marcos Verón. Desde su muerte, se han lamentado muchas más sin que hayan tenido el eco que se merecían. La desaparición del hábitat de los orangutanes en Indonesia y Malasia suele suscitar más denuncias que el robo de estas tierras. Incluso una agencia gubernamental como la Fundação Nacional do Índio considera inaceptables las “precarias condiciones de vida” de los aborígenes.

No es un problema exclusivo de Brasil o de Mato Grosso do Sul. Pero el drama ha llegado a unos extremos en este estado brasileño aún no alcanzados en otros países o en Río de Janeiro, São Paulo, Santa Catarina, Rio Grande do Sul, Espírito Santo y Paraná, que también tienen una fuerte presencia guaraní. La Constitución de Brasil garantiza en teoría “la organización social, idiomas, credos y tradiciones de los indios, así como sus tierras”.

La realidad se empeña en demostrar que esas promesas son papel mojado. La erosión de la identidad cultural aborigen afecta a todo el continente, desde los inuit de Alaska hasta los selk’nam de Chile, pero el caso de los guaraníes es más doloroso porque la tierra sin mal de sus ancestros estaba aquí, no en el más allá. Y debe ser difícil creer en el paraíso si se deja todo atrás para vivir con miedo, hambre y asco junto a una carretera, lejos del bosque.

Fuente: La Vanguardia


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