Por Domingo Marchena
"La deforestación se ha visto acelerada por el enorme crecimiento de
las propiedades de los terratenientes, así como por el impacto de la
ganadería y la agricultura intensivas. Plantaciones de soja y de caña de
azúcar, destinadas sobre todo al emergente mercado de los
biocombustibles, han invadido las antiguas zonas de caza y tierras
comunales indígenas. Muchos de estos cultivos abarcan hasta donde llega
la vista".
Los guaraníes son una de las comunidades indígenas más importantes y
castigadas de América. Viven en Paraguay, Bolivia, Argentina y en
Brasil, donde son unos 51.000. No creen en un paraíso ultraterrenal. El
edén está aquí. Es la tierra sin mal y llevan siglos buscándola, aunque no parece que la vayan a hallar en esta vida.
Survival Internacional –la
Amnistía Internacional de los aborígenes– denuncia que el robo de sus
tierras y la violencia de madereros, ganaderos y hacendados ha
provocado “una oleada de suicidios sin precedentes”. El drama es
especialmente grave en Mato Grosso do Sul, donde los guaraníes añoran el
enorme reino que tuvieron.
Estos nativos brasileños se dividen en tres grupos: los ñandeva, los m’baya y los kaiowá, que en su lengua significa el pueblo del bosque . El pueblo del bosque ya no tiene bosque, habría que decir. Ahora es el pueblo del arcén. Al menos seis comunidades lo han perdido todo y han de acampar en los bordes de carreteras y caminos.
Otros guaraníes más afortunados se
aferran a una mínima porción de terreno, una islita en un mar de
ranchos y ganaderías. O eso o se resignan a vivir en condiciones penosas
en una reserva sobresaturada. En la de Dourados más de 15.000 personas
de las etnias guaraní y terena se concentran en 30 km2. Demasiado poco
terreno para poder vivir de la agricultura, la caza y la pesca.
Según Navi Pillay, alta comisionada de la ONU para los derechos
humanos, “los indígenas no se benefician del progreso económico de
Brasil”. Lo dijo hace diez años y, si desde entonces la situación se
había agravado, la presidencia del ultraderechista Jair Bolsonaro hace
temer lo peor. Un refrán guaraní dice: “La tierra es la vida”. Pero sin
tierra, ¿qué les queda?
Los etnógrafos denuncian que una “epidemia
de más de medio millar de suicidios” ha zarandeado esta comunidad desde
1986, aunque esa es sólo la punta del iceberg y las muertes podrían ser
muchas más. Así opina, por ejemplo, el antropólogo Marcos Ferreira
Lima. Este experto ha realizado un estudio sobre los kaiowá, a petición
de la fiscalía.
‘Graves tensiones’
Sicarios contra indígenas
Matones
a sueldo contratados por grandes hacendados y ganaderos expulsan a los
indígenas de sus tierras comunales y de sus zonas de caza y pesca.
Las
conclusiones del documento no han servido de nada por el momento. El
escrito, que forma parte de un amplio informe entregado a la ONU por
Survival Internacional, sostiene que “no resulta exagerado hablar de
genocidio”. La propia ONU admite “graves tensiones entre los pueblos
indígenas y los ocupantes de sus tierras”.
Graves tensiones es un eufemismo que oculta crímenes y amenazas
de los matones contratados por los hacendados. Los guaraníes han tenido
que abandonar sus casas ante la tala y la quema de sus bosques. Los
incendios intencionados, no sólo en Mato Grosso, se han convertido en
una herramienta eficaz en manos de los latifundistas para expulsar a los
indígenas.
La deforestación se ha visto acelerada por el enorme crecimiento de
las propiedades de los terratenientes, así como por el impacto de la
ganadería y la agricultura intensivas. Plantaciones de soja y de caña de
azúcar, destinadas sobre todo al emergente mercado de los
biocombustibles, han invadido las antiguas zonas de caza y tierras
comunales indígenas. Muchos de estos cultivos abarcan hasta donde llega
la vista.
Pero nadie abandona su hogar porque sí ni cede sus
bosques sin más. Sicarios a sueldo les han obligado a irse. Y quienes no
se van, ya saben a qué se arriesgan: el último asesinato de un líder
indígena se produjo el día 2, supuestamente a manos de madereros en el
estado de Maranhão. Y, por cruel que parezca, estos crímenes no siempre
reciben la atención que merecen.
Según Survival Internacional, “incontables guaraníes” han sido asesinados en las retomadas ,
cuando han intentado recuperar una pequeña parcela de sus tierras
ancestrales. Una de los pocas muertes que traspasó las fronteras de
Brasil fue la del guaraní Marcos Verón, de los kaiowá de Takuára, o
Taquara, un municipio del estado de Rio Grande do Sul. Días antes de su
ejecución, este dirigente aborigen dijo una palabras proféticas.
“Esto
que ves aquí es mi vida, mi alma. Si me separas de mi tierra, me quitas
la vida”, explicó Marcos Verón. Desde su muerte, se han lamentado
muchas más sin que hayan tenido el eco que se merecían. La desaparición
del hábitat de los orangutanes en Indonesia y Malasia suele suscitar más
denuncias que el robo de estas tierras. Incluso una agencia
gubernamental como la Fundação Nacional do Índio considera inaceptables
las “precarias condiciones de vida” de los aborígenes.
No es un
problema exclusivo de Brasil o de Mato Grosso do Sul. Pero el drama ha
llegado a unos extremos en este estado brasileño aún no alcanzados en
otros países o en Río de Janeiro, São Paulo, Santa Catarina, Rio Grande
do Sul, Espírito Santo y Paraná, que también tienen una fuerte presencia
guaraní. La Constitución de Brasil garantiza en teoría “la organización
social, idiomas, credos y tradiciones de los indios, así como sus
tierras”.
La realidad se empeña en demostrar que esas promesas son
papel mojado. La erosión de la identidad cultural aborigen afecta a
todo el continente, desde los inuit de Alaska hasta los selk’nam de
Chile, pero el caso de los guaraníes es más doloroso porque la tierra sin mal de
sus ancestros estaba aquí, no en el más allá. Y debe ser difícil creer
en el paraíso si se deja todo atrás para vivir con miedo, hambre y asco
junto a una carretera, lejos del bosque.
Fuente: La Vanguardia
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